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Gabriela Ponce

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Acerca de Lo Invisible

Lo invisible de toda maternidad, a propósito de la película de Javier Andrade


La maternidad es ambivalente: no deja de sorprenderme cómo las mujeres sobreviven con tanta naturalidad a eso monstruoso y bello que es dar a luz; cómo atraviesan la soledad de la mutación vital que impone el embarazo; cómo después de parir, sobre ellas recae la tarea infinita de la sobrevivencia del hijo, de criarlo como a lo más suyo y a la vez, de entregarlo a la vida, a cada momento.


No deja de admirarme los modos en los que se reconstruyen después de partirse, cómo resisten el vivir divididas, el sentir que hay una parte de ellas que se les salió: “la madre fuera de sí, eso es el hijo (P. Quigñard);” y padecen ese desgarro amoroso haciendo de la escisión una forma del amor. Es hermoso y es lo más triste que hay; es gozoso y es también lo más pavoroso que he vivido: cuando miro las costillas pronunciadas y frágiles de mi hijo, su cuerpo listo para entrar al agua en una piscina inmensa, siento la necesidad visceral de correr hacia él y salvarlo de todo. Y al mismo tiempo me asaltan las ganas de escaparme y no aparecer nunca más ante sus ojos: la memoria del puerperio agarrada a mis huesos y a su soledad profunda, aparece como un deseo de huida temperado por un amor radical y desconocido.


La película de Javier Andrade, Lo invisible, va sobre eso y sobre algunas cosas más. Una mujer está en constante huida y regresa derrotada al cuerpo de sus hijos, aunque ese retorno implique nuevamente la caída; intenta calmar la perturbación que siente frente a su vida, pero el trazo del desamparo, marcado en su gesto, solo se calma junto al cuerpo de la mujer que cuida de su casa y de ella: es en la ambigüedad de ciertas zonas de lo femenino, el lugar en el que la película asienta su mirada y muestra un tejido de complicidades y desencuentros.


Es también sobre ese rodeo que la protagonista, Anahí Hoeneisen, logra sus mejores momentos, una actuación en la que lo invisible se manifiesta en el gesto. Es lo que no vemos, lo que se oculta, lo impenetrable, el modo en el que paradójicamente, se revela lo terrible de su desolación. En su actuación se entrevé un dolor que se contiene y que cuando la desborda, logra con mérito transmitir su espesor, esa densidad que habita en su interior y que es también la del paisaje que mientras la cobija también la aísla. Es, a través de toda esa capa de opacidad, que la película plantea un tema que necesita visibilizarse y en cuyo núcleo existe una complejidad que J. Kristeva señala con tanto acierto: Inconmensurable, ilocalizable cuerpo materno.

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